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CAMBIOS EN LAS RELACIONES UNIVERSITARIAS

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Por Javier Carlo


foto: Alberto Uc.

 

 

Pocos son los años que no he estado presente en el ambiente universitario, ya sea como alumno, como profesor o bien, interviniendo en la revisión y el diseño de programas académicos; sin embargo, grandes son los cambios que puedo apreciar en la relación que ahora existe entre la estructura académica y el alumnado, en comparación con aquellos días en que transcurría mi vida cual estudiante de universidad.

En el marco de la institución como tal, acudir a una universidad era una actividad que representaba orgullo, mérito y nos comprometía a aprovechar sus recursos al máximo. Hablar mal de nuestra universidad era –prácticamente– un sacrilegio. Los profesores eran –sin duda alguna– una autoridad, un modelo a seguir, y tanto sus clases como su desempeño nos inspiraron a ser en buena parte las personas que hoy somos. Siendo sinceros, no hace mucho que disponíamos de escaso equipo de cómputo y conexiones a Internet, pero las relaciones que generábamos dentro de la universidad constituían los pilares sobre los cuales se alzaba nuestra integridad como profesionales.

El panorama en la actualidad –considero– es distinto; ¿cuáles son entonces esos cambios que se advierten entre la estructura académica y el alumnado?

En primer término, se encuentra el modelo académico, el cual enarbola una serie de valores que habría de ser predicado con el ejemplo, muchas ocasiones tan importante –sino más– que el cuerpo de conocimientos, dado que fomenta aquellas actitudes que distinguen a una universidad como tal. Este modelo –a su vez– expone un esquema de enseñanza y aprendizaje que ha de determinar la manera en que se adquiere el conocimiento dentro de la institución y se aplica a la vida profesional.

Hoy día, los valores en una universidad parecen ser el resultado de una simple enunciación más que de una serie de actos, no siempre conocidos, ni comprensibles o palpables en resultados; situación que suele denigrar aspectos tales como el respeto, la disciplina y el compromiso, los cuales son indispensables en toda área de estudio y que ahora se encuentran sujetos a la negociación, la complacencia y lo que se denomina ‘el buen ambiente universitario’.

El modelo de enseñanza y aprendizaje, tenor sobre el que muchas instituciones pretenden evolucionar, no deja de ser –empero– conductista. A base de muchos intentos, las universidades lejos de hacer más efectiva su estructura académica o procurar un estilo de aprendizaje más reflexivo y maduro en sus estudiantes, ha viciado el esquema al generar un hábito memorista, repetitivo y que difícilmente responsabiliza a los alumnos sobre su propio nivel de conocimiento.

Así, el modelo académico ostenta una especie de condicionamiento en el que los valores son una de las principales monedas de cambio para que el estudiante aprenda de la manera que considere más conveniente, y ésta es la que ha practicado a lo largo de sus años de educación básica y media: conductista. Práctica que no implica mayor esfuerzo ni grado de logro, lo mismo para el alumno que para el profesor, cuyos roles se califican a partir de un estándar apenas aceptable, donde no existe cabida para alguna aportación, enriquecimiento o experiencia competitiva, pues atentan contra esa larga rutina de aprendizaje y por ende contra sus ‘valores’ (respeto, disciplina y compromiso limitados, por ejemplo); modelo que es promovido –paradójicamente– por la misma escuela.     

En segundo término, se encuentran los planes de estudio, esto es el conjunto de conocimientos y experiencias de aprendizaje que ha sido planificado para que el estudiante alcance un nivel de competencia adecuado, en un área profesional específica. Así, el plan de estudio de un programa universitario responde a una serie de necesidades que demanda la sociedad y que habría de ser resuelta –al menos– desde los ámbitos profesional, laboral y de investigación; por ende, este plan de estudio es el resultado de un proceso metodológico arduo, el cual ha sido aprobado por las instituciones correspondientes (en nuestro caso, las instancias designadas por la Secretaría de Educación Pública), en cuanto a contenidos y procesos.

En este sentido, no siempre existe respeto por los planes de estudio que fueron acreditados a nivel oficial. En repetidas ocasiones, profesores y estudiantes más que desconocer los objetivos generales y el perfil profesional de un programa universitario, omiten el cuerpo de conocimientos que ha sido contemplado para desarrollar un área de estudio, o bien una asignatura en particular; esto como resultado de una escasa formación académica, que sobrepone –en el caso de los profesores– el desinterés, la falta de experiencia y una visión propia de lo que habría de ser la materia (descontextualizándola), por encima de los conocimientos, las habilidades y las competencias que se pretenden alcanzar de origen. Una vez más, el sentido de complacencia tiende a orientar los contenidos que se brindan en el aula, así como la manera de impartirlos y evaluarlos.

En tercer término, la figura del profesor, que ha sido devaluada de unos años a la fecha. Por una parte, tanto universidades como profesores ya no tienen muy clara la función del docente, en cuanto a su dinámica académica, de investigación y –no menos importante– de formación, esto es, en cuanto a proyectar una serie de guías profesionales y para la vida a través de su desempeño. ¡Cuántos de nosotros no quisimos ser como nuestros profesores y cuántos no somos en verdad un reflejo de ellos! En vez de eso, muchas instituciones limitan la actividad del profesor a la presencia frente a grupo, sin contemplar su potencial, su perfil o al menos verificar si éste comprende la materia y es capaz de dirigirla (muy distinto a memorizarla), apalancando –erróneamente– el modelo conductista, del cual ya hablamos.

Por otra parte, una buena cantidad de profesionales ha emigrado a la actividad docente como una forma de incrementar sus ingresos, sin comprender necesariamente la dinámica de lo que es ser un profesor. En este sentido, los profesores ahora buscan complacer a sus estudiantes al impartir contenidos que les sean novedosos (más que indispensables), de asignar calificaciones que afiancen una relación de camaradería y, lo que es cada vez más frecuente, de dirigir la materia de tal manera que el agrado, no el aprendizaje, les permita conservar sus grupos al obtener una buena evaluación.

Aunado a ello, la figura del profesor también se ha devaluado al abandonar aquellos protocolos de trato, conducta y vestimenta, entre otros, que nos hacían considerarlo una autoridad en toda la extensión de la palabra. Hoy por hoy, es lamentable encontrar profesores frente a grupo que no cuentan con todas las acreditaciones necesarias, la experiencia ni la disciplina académica suficientes, y que suelen comportarse como un alumno más; así, por ejemplo, el uso de vestimenta extravagante, de palabras altisonantes y el parco alejamiento de las normas, se ha convertido en una estrategia efectiva para hacerse ‘amigo’ –más no profesor– de los propios alumnos. 

Finalmente, la figura del estudiante, denigrada –también– por la universidad como por sí mismo. El estudiante, ahora visto como cliente, incluso como fuente de ingreso, ha dejado de ser el centro de actividad de muchas instituciones, que velan más por una estabilidad económica inmediata, que por una formación integral que repercuta a mediano y largo plazo en el desarrollo de los ciudadanos y la sociedad. De esta manera, la universidad se advierte a sí misma como un negocio y no como un esfuerzo para alcanzar la sustentabilidad, pese a la naturaleza de sus actividades.

El estudiante, luego de incorporarse a una dinámica de complacencia más que de desarrollo académico, logra reflexionar acerca de los conocimientos y las experiencias de aprendizaje que éste posee, así como del tipo de relaciones que estableció en la universidad, para darse cuenta –muchas veces– de que obtuvo información, pero no habilidades ni competencias, es decir, que no apalancó un conocimiento que le permita enfrentar nuevas experiencias, tomar decisiones y reinventarse a  sí mismo. Es entonces cuando el estudiante reniega de las deficiencias del modelo académico, de los planes de estudio, de la figura del profesor y de la formación que ha recibido como resultado de estas relaciones académicas desvirtuadas.

El panorama, en efecto, no es favorable, y estos 4 cambios –reconozco– apenas develan la punta del iceberg del estatus de las relaciones que hoy por hoy ocurren entre la estructura académica y el alumnado, transformado la noción de universidad. Apoyados en la innovación tecnológica, la evolución de los modelos de enseñanza y aprendizaje y una nueva actitud, más madura y apegada a valores, por parte del profesorado; la pregunta que ahora habría de ocuparnos es, ¿cómo podemos enaltecer el papel de la universidad sin recurrir a una postura complaciente?

 

Javier Carlo
Maestro en Comunicación por parte de la Universidad Internacional de Andalucía (UIA), España, y es Licenciado en Ciencias de la Comunicación egresado del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), México. En la actualidad, cursa la Maestría en Administración de Tecnologías de Información, en la Universidad Virtual del Sistema ITESM. Profesor del departamento de Comunicación y Arte Digital del Tecnológico de Monterrey, Campus Estado de México, y profesor del postgrado en Gestión e Innovación Educativa de la Universidad Motolinía del Pedregal.

Contacto:
jcarlomena@gmail.com
http://www.facebook.com/javocarlo http://www.cafeycatedra.blogspot.com

 


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